jueves, 6 de agosto de 2009

El significado huérfano

Erase una vez en el Festival de Cannes un director llamado Quentin Taratino, quien entrevistado por el reconocido periodista del Chicago Sun Times, Roger Ebert, se enfrentó a la pregunta más cliché en la historia de las entrevistas a personalidades del cine y la televisión: “¿Hay correlación entre la violencia en la pantalla y la violencia en las calles?” (http://rogerebert.suntimes.com/)

Era obvio que la pregunta emergía debido a la naturaleza agresiva del filme que el cineasta estaba presentando en dicho Festival por allá en el 94: Pulp Fiction. De todas las posibles respuestas existentes, tanto las que parecen sacadas de un libro de texto, como las repletas de ácido sarcasmo, la de Tarantino fue franca y directa: “Es sólo una película y así es cómo yo me siento”.

Pero, ¿has sentido esa impresión de desasosiego? ¿Acaso no has sido víctima de la ira pulsante o el mutismo espasmódico que puede provocar una película una vez que termina? Si la respuesta es sí, quizás pienses que Tarantino estaba equivocado, pero ¿es esa razón suficiente como para pedir un exacerbado control en los discursos cinematográficos? ¿Somos así de frágiles?

¡Ah! El todopoderoso cine
El cine puede ser muchas cosas (arte, industria, etc.), pero de seguro es innegable su condición de lenguaje. Es en sí mismo instrumento y fin de del proceso de comunicación. Así, partiendo de la simple premisa que la comunicación lleva al cambio, es sólo lógico pensar que el cine en contiene en su esencia la capacidad de modificar cuanto se cruza en su camino.

Su libertad combinatoria de elementos -socialmente aceptados y codificados como ciertos- crea una ilusión de “realidad” que le da un impacto superior al de los otros medios (ya no tanto a la televisión). Es lúdico pensar que no estamos en capacidad de apreciar su desconexión al verdadero referente, lo que realmente se teme es al poder de asociación y al mensaje ausente acerca del que tanto ha hablado Umberto Eco.

Cine de autor Vs. Hollywood


Pretender limitar al cine a un recurso industrializado, es castrar nuestra condición creativa como humanos; hay que estar claros en la capacidad del lenguaje audiovisual como herramienta para relatar una realidad en lugar de reproducir la “verdadera realidad” utilizando los códigos preestablecidos. Hay que atreverse a crear códigos nuevos.

Sin embargo, esto no quiere decir que toda película innovadora en su uso del código es sinónimo de cine de calidad. Al contrario, muchos cineastas se valen de esta excusa -de esta etiqueta bohemia vanguardista- para gritar con imágenes, mensajes irresolutos con pretensiones intelectuales tan egocéntricas que se parecen más a la masturbación mental que al deseo de comunicar algo con verdadero contenido.

El problema es que se mantiene una marcada dicotomía entre las dos vertientes, por un lado estamos agobiados por la industrialización cinematográfica capitalista que nos vende filmes como si de hamburguesas se tratara; y por el otro, estamos aturdidos por una esporádica revolución creativa de contenidos incomprensibles, que siempre rayan en el moralismo o el pesimismo extremo. ¿Qué no hay un punto intermedio?

¿Público = marionetas?

El poder de influenciar, la virtud obligatoria de ser un reflejo de la sociedad, debatirse entre quien tiene el control, si el creativo, quien regula, o la sociedad misma. ¿Acaso importa cuando se están perdiendo historias que merecen ser contadas? ¿No tiene el autor un deber para con el mundo que está creando tanto o más que para el mundo que recibe su historia?

Puede que un autor, como Stephen King, cuyas obras han sido adaptadas a la pantalla grande incontables veces con mucho éxito, tenga toda la razón con lo que planteó en su pseudo-biográfico libro acerca de redacción: Mientras Escribo. En este, recalca copiosamente que lo más importante no es la taquilla, ni suntuosidad intelectual, sino la historia que se está contando.

No es de dudar que los sociólogos e intelectuales, los cineastas y los cinéfilos, los psicólogos y hasta los religiosos pasarán la infinidad fugaz de nuestro tiempo discutiendo acerca del “deber ser” del cine, de su poder y sus vicios, de sus responsabilidades y sus permisos, pero mientras tanto, no se puede olvidar lo que se está haciendo: contar una historia.

Así, al igual que para Tarantino en aquella entrevista, creo que es digno recordar que “en conclusión, mi responsabilidad No. 1 no es con la sociedad en general; es para con mis personajes. Y serle fiel a ellos. Si tuvieses que parar y pensar en lo que algún idiota podría hacer después de ver la película, nunca terminarías haciendo nada”.

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